“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.
No pocos, muchísimos se nos ofrecen como la única y como la mejor solución. Es más, abundan los productos, las prácticas y los servicios que nos son ofrecidos como la decisión más inteligente y lo mejor que nos pudiera ocurrir.
Todas esas soluciones no logran más que confundirnos y aumentar nuestra inseguridad y, en el peor de los casos, ser atrapados y caer rendidos ante los absolutos que nos asedian.
Los deportistas practican con intensidad su disciplina como lo hacen los poetas con la poesía, los músicos con la música, los pintores con la pintura y los científicos con sus investigaciones. Pero un día, ni el deporte ni la poesía ni la música ni la pintura ni la investigación científica satisfacen a sus cultores porque el vacío del alma sólo lo llena Dios.
En días del paso de Jesús por la tierra, él se dio cuenta de la miseria humana, viendo las multitudes “tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (San Mateo 9:36). Niños, jóvenes, adultos y ancianos van por los caminos de la vida, sin Dios, sin salvación y sin esperanza.
Cuando hemos ido de confusión en confusión y de incertidumbre en incertidumbre, surge la persona de Cristo que habla como los que tienen autoridad.
Jesús, en medio de la turbulencia nos ofrece una palabra diferenciadora, la palabra de vida eterna. Cuando todo parezca sucumbir podrás sostenerte en los brazos misericordiosos de Jesús, aquel que pronuncia en tu favor sus palabras de vida eterna. Que su gracia y su mano de misericordia se extiendan en tu favor.
Que al final se te diga: ¡bien hecho!